En mi infancia tuve oportunidad de recibir postales de un tio mio que era marino mercante y viajo mucho por todo el mundo. Sin saberlo, tuve la fortuna de guardar eso como una de las últimos actos de una práctica en franco peligro de extinción.
Para las generaciones más pequeñas que han crecido con todos los dispositivos electrónicos (los llamados nativos digitales) hablarles de postales debe sonar aún más anticuado. Tal vez no entiendan que en décadas no tan lejanas, cuando alguien partía de viaje solía enviar estas misivas postales que tenían la síntesis de un telegrama y el encanto de haber venido de lejos.
Los tiempos eran otros, recibirlas demoraba días, incluso semanas, nada parecido a la instantaneidad de la web, y quien era el destinatario sentía la emoción inigualable de saber que tenía en su poder una joya pensada sólo para uno. Este retazo de destino turístico formaba una pieza del rompecabezas más grande que era el itinerario de un amigo o un familiar en ruta, y se guardaba por siempre. He tenido la dicha de poder vivir el intercambio de postales con amigos y debo confesar que la felicidad de ver una carta debajo de la puerta, abrir y encontrar la letra manuscrita de un amigo, es algo que no tiene comparación con recibir un email. Llámenme nostálgico.
En la época que eran furor, la variedad de elementos que retrataban las postales era infinita. Dicen, por ejemplo, que en Estados Unidos todo tenía su postal: no sólo el ícono de la ciudad sino también sus fiestas, sus comidas y hasta sus personajes más destacados.
Los viajeros se separaban en dos grupos, aquellos que mandaban las postales más tradicionales (una imagen de la Torre Eiffel, del Coliseo, del Obelisco) y aquellos que buscaban las más kitsch para sorprender a sus amigos con lo inesperado. Escribir una postal tampoco era tarea fácil. Era tan escueto el lugar al dorso que había que elegir muy bien qué contar.
Hoy existen otras formas de contar un viaje puesto que las redes sociales han cambiado esa forma de comunicar las andanzas por el mundo. Basta subir fotos al Facebook, mandar un mail o un mensaje de texto. Pero créanme, no tiene la misma gracia.
Para quienes desconocen este mundo de postales les propongo que las busquen en algunos kioscos y librerías, y prueben enviar una y vean de qué se trata. Busca en casa de tus padres o familiares esas postales antiguas que seguro guardan, ver esos papeles con letras tal vez un tanto borroneadas por el tiempo, amarillentas, pero que de alguna manera contienen un pedacito del pasado es algo cautivante (bueno, al menos para mi lo es!)
¿Alguno de ustedes sigue mandando postales? ¿O después de leer esta nota piensa hacer algo para impedir que la extinción de esta costumbre llegue inexorable? ¡Salven a las postales!
Para las generaciones más pequeñas que han crecido con todos los dispositivos electrónicos (los llamados nativos digitales) hablarles de postales debe sonar aún más anticuado. Tal vez no entiendan que en décadas no tan lejanas, cuando alguien partía de viaje solía enviar estas misivas postales que tenían la síntesis de un telegrama y el encanto de haber venido de lejos.
Los tiempos eran otros, recibirlas demoraba días, incluso semanas, nada parecido a la instantaneidad de la web, y quien era el destinatario sentía la emoción inigualable de saber que tenía en su poder una joya pensada sólo para uno. Este retazo de destino turístico formaba una pieza del rompecabezas más grande que era el itinerario de un amigo o un familiar en ruta, y se guardaba por siempre. He tenido la dicha de poder vivir el intercambio de postales con amigos y debo confesar que la felicidad de ver una carta debajo de la puerta, abrir y encontrar la letra manuscrita de un amigo, es algo que no tiene comparación con recibir un email. Llámenme nostálgico.
En la época que eran furor, la variedad de elementos que retrataban las postales era infinita. Dicen, por ejemplo, que en Estados Unidos todo tenía su postal: no sólo el ícono de la ciudad sino también sus fiestas, sus comidas y hasta sus personajes más destacados.
Los viajeros se separaban en dos grupos, aquellos que mandaban las postales más tradicionales (una imagen de la Torre Eiffel, del Coliseo, del Obelisco) y aquellos que buscaban las más kitsch para sorprender a sus amigos con lo inesperado. Escribir una postal tampoco era tarea fácil. Era tan escueto el lugar al dorso que había que elegir muy bien qué contar.
Hoy existen otras formas de contar un viaje puesto que las redes sociales han cambiado esa forma de comunicar las andanzas por el mundo. Basta subir fotos al Facebook, mandar un mail o un mensaje de texto. Pero créanme, no tiene la misma gracia.
Para quienes desconocen este mundo de postales les propongo que las busquen en algunos kioscos y librerías, y prueben enviar una y vean de qué se trata. Busca en casa de tus padres o familiares esas postales antiguas que seguro guardan, ver esos papeles con letras tal vez un tanto borroneadas por el tiempo, amarillentas, pero que de alguna manera contienen un pedacito del pasado es algo cautivante (bueno, al menos para mi lo es!)
¿Alguno de ustedes sigue mandando postales? ¿O después de leer esta nota piensa hacer algo para impedir que la extinción de esta costumbre llegue inexorable? ¡Salven a las postales!
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