
Para las generaciones más pequeñas que han crecido con todos los dispositivos electrónicos (los llamados nativos digitales) hablarles de postales debe sonar aún más anticuado. Tal vez no entiendan que en décadas no tan lejanas, cuando alguien partía de viaje solía enviar estas misivas postales que tenían la síntesis de un telegrama y el encanto de haber venido de lejos.
Los tiempos eran otros, recibirlas demoraba días, incluso semanas, nada parecido a la instantaneidad de la web, y quien era el destinatario sentía la emoción inigualable de saber que tenía en su poder una joya pensada sólo para uno.


Los viajeros se separaban en dos grupos, aquellos que mandaban las postales más tradicionales (una imagen de la Torre Eiffel, del Coliseo, del Obelisco) y aquellos que buscaban las más kitsch para sorprender a sus amigos con lo inesperado. Escribir una postal tampoco era tarea fácil. Era tan escueto el lugar al dorso que había que elegir muy bien qué contar.
Hoy existen otras formas de contar un viaje puesto que las redes sociales han cambiado esa forma de comunicar las andanzas por el mundo. Basta subir fotos al Facebook, mandar un mail o un mensaje de texto. Pero créanme, no tiene la misma gracia.
Para quienes desconocen este mundo de postales les propongo que las busquen en algunos kioscos y librerías, y prueben enviar una y vean de qué se trata.

¿Alguno de ustedes sigue mandando postales? ¿O después de leer esta nota piensa hacer algo para impedir que la extinción de esta costumbre llegue inexorable? ¡Salven a las postales!
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